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26
Marzo 2001
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El mal de los hombres locos

Al salir del mar pasamos a ser reptiles con un cerebro de sangre fría que se limitaba a hacernos retroceder o atacar. Luego, el medio nos dotó de un cerebro emocional que hizo posible que nos mantuviéramos unidos en pequeñas manadas tribales. Simplemente, por aquello de que el pueblo unido jamás será vencido, ni siquiera por el más diplodocus de los patronos. Y todo eso estaba bien. Éramos, a fin de cuentas, los animales ajustados al medio que la Naturaleza quería. No había tiempo, el miedo a la muerte era un vago temblor físico y todo ocurría en un mundo interiorizado en el que cada individuo era el mundo. Pero, extrañamente, por aquello que el autor de la Biblia –a todas luces, del sexo masculino– atribuye a la manzana de Eva, súbitamente el cráneo se nos hinchó, los ritmos cerebrales dispararon su frecuencia y nos encontramos hechos nada menos que dioses. O, lo que es lo mismo, vimos que había algo fuera de nosotros y que el mundo ya no era yo, sino que yo simplemente estaba en el mundo, en un mundo que podía ya manipular porque yo estaba fuera y por encima del medio en que me encontraba.